Termino la lectura de la novela y repaso los títulos de las cuatro jornadas en las que su autor, Héctor J. Castro, divide la trama: «El caballero de la triste figura», «Misión de audaces», «Duelo al sol» y, por último, «La batalla de Cagayán». Es sin duda una gradación de la tensión que, sin embargo, ofrece mucho más que el final esperado por los lectores, ya que esta novela histórica es algo más que el relato novelado sobre la victoriosa gesta de una expedición española contra los temibles piratas japoneses. Mucho más.
Para empezar, el autor ferrolano emplea con eficacia la segunda persona para narrar la peripecia de su protagonista, una técnica poco habitual en la novela histórica.
Además, se imbrican muy bien en la trama las vivencias pasadas del protagonista, Juan Pablo de Carrión, unos recuerdos que lo humanizan y dimensionan. Porque lejos de la figura del héroe, intachable e invencible, Juan Pablo representa al hidalgo español que debiera haber pasado a la historia de los nombres olvidados. Y, sin embargo, a este perdedor la vida le otorga una última oportunidad de alcanzar el renombre que siempre creyó merecer. De modo que, envejecido, falto de vista, casi en la miseria, frustrados sus anhelos de gloria, perseguido por la justicia en el pasado, y tras sufrir el calvario del recuerdo del verdadero amor, ya perdido, el destino le sirve los naipes con los que ha de jugar esa última partida con la Fortuna.
Y junto a Juan Pablo, personajes inolvidables que nos acercan al sentimiento de camaradería, honestidad, fidelidad y entrega que acompañaba a aquellos soldados, de todas las Españas: peninsulares, americanos o filipinos, sin importar la raza. Aunque no se nos obvia tampoco la traición, el engaño, la cobardía, la avaricia o la realidad de la guerra, con todas sus contradicciones morales. Porque, no lo olvidemos, aquellos soldados eran la mejor infantería del mundo, sí, pero también, seres dolientes, con sentimientos y dudas, imperfectos y con conciencia. Por lo tanto, Héctor J. Castro nos ofrece una visión realista de aquella gesta que, sin embargo, nos deja satisfechos por una sencilla razón: nuestros antepasados admirables podrían tener los pies de barro, pero no por ello dejaron de ser unos colosos. A diferencia de la visión derrotista de nuestra historia, difundida por otros y tristemente asimilada por tantos, también podemos (y debemos) recordar nuestros triunfos.
Por último, un gran acierto del autor es no mostrar al antagonista, el astuto pirata Tay Fusa, como un malvado fantoche. Es más, el capítulo donde hablan el caudillo pirata y el de Carrión es memorable: la sed de sangre y de venganza por los caídos cede paso a un diálogo donde dos hombres envejecidos se asoman ya al epílogo de sus vidas. Es ese «bien despedirse» que aún mantenemos grabado a fuego en nuestro imaginario común.
En definitiva, la lectura de Sol de sangre. Los combates de Cagayán atrapará a los lectores desde su primer párrafo, y no solo por el placer de recordar a los nuestros memorables, sino porque en cada frase vamos a revivir las zozobras y esperanzas postreras de aquellos españoles, sus cantos, sus rezos, su arte de navegar y esgrimir, sus amores, sus sueños, así como nuestra peculiar, estoica y sublime forma de bien morir.
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